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Mensaje por Audrey C. Stepney Vie Jul 19, 2013 7:46 pm


“Las mujeres con sombra
terminan mal generalmente”
Ana Karenina, León Tolstói



Con cada uno de sus pasos sentía que se estaba quedando sin aliento. Evitaba respirar por la nariz, porque cuando lo hacía, en su garganta se asomaban una serie de arcadas que no tenía claro que fueran tan solo algo psicológico. Los tacones todavía hacían eco de forma grotesca en los edificios abandonados de aquellas calles en ruinas, solitarias y silenciosas. Se podría decir que Audrey había sido bendecida con una gran dosis de orgullo, de otra forma no habría llegado tan lejos. Hacía un par de horas que había salido de casa y desde entonces había decidido dejar la mente en blanco, al menos hasta que consiguiera su objetivo.

Se detuvo un momento en medio de aquella nada hedienta y tomó aire. Escuchó un carraspeo repugnante tras de ella y se volteó. Frente a sus ojos, un hombre de poco más de un metro se encogía intentando esconder su evidente chepa. Se acercó y extendió la mano, pidiéndole algo de limosna. Pero Audrey no dejó caer un solo kanto en su mano roñosa. Levantó el bastón forrado en charol del suelo y amenazó al indigente que, asustado, se fue por donde había venido. Cuando el corazón débil de la rubia volvió a latir a una velocidad normal, retomó su camino. Cuando la calle se terminó, giró a la derecha. Advirtió a lo lejos las grandes chimeneas que presidían la zona industrial de Nuevo Londres. De ellas se escapaba una humareda espesa que se extendía por el cielo enfermo, recordando así a cada uno de sus habitantes que vivían en una ciudad acabada.

Aquella noche, a la luna no se le había permitido hacer acto de presencia. Se mantuvo ausente, igual que las estrellas que por entonces eran un privilegio del que solo podían disfrutar los que formaban parte de La Rosa. Audrey murmuró para sí que después de todo era una chica con suerte. Lo cierto es que hacía más de seis meses que no visitaba ese lugar y no podía esperar más para volver. Bajo su brazo llevaba un ramo de rosas negras que dejaría en la lápida de quien fue su compañero de vivencias el año pasado. Después de tanto tiempo, todavía no era capaz de comprender por qué se habían llevado su cuerpo fuera de La Rosa. El doctor Stepney tampoco estaba de acuerdo porque sabía que a pesar de que fuera peligroso, Audrey no dejaría de visitar su tumba. Al final tuvo que resignarse, porque después de todo no era su padre, tan solo alguien que se había hecho cargo de ella. Al ser ya mayor de edad no podía darle órdenes, de hacerlo corría el riesgo de que se marchara. Y si se iba, moriría. Le subministraba sin que fuera consciente una solución que él mismo había creado para la arritmia incurable que padecía. No se lo había contado porque pensó que ya tenía bastante con Weltschmerz y la cojera. Indudablemente, la arritmia había sido otra de las muchas secuelas de las agresiones que había sufrido la madre de Audrey durante el embarazo.

La joven siguió andando despacio por las calles hasta que encontró finalmente la puerta que su mente estaba dibujando desde hacía tiempo. Un portón con barrotes negros roídos por el tiempo se alzaba frente a ella, majestuoso y amenazante a la vez. Audrey forzó una sonrisa y se arrastró hasta los barrotes. Con una agilidad insólita se deshizo de la cadena de cobre que vedaba el paso y se adentró en la oscuridad del camposanto. No le hacía falta un candelabro para saber que debía andar veinte pasos y girar a la izquierda. Trece más en esa dirección y media vuelta. La luz de una farola escondida se reflejaba en la lápida. Algunas flores secas escondían el nombre del cuerpo de quien yacía sin vida unos metros bajo tierra. Audrey apartó los pétalos con la mano y con los dedos resiguió las letras en relieve: AMADEUS  PAUL CANTERVILLE. Solo entonces se permitió dejar que regresara una retahíla de recuerdos. Para deshacer el nudo que se había formado en su garganta, echó la cabeza hacia atrás y tomó una respiración profunda. Sintió un ligero mareo y además su corazón martilleaba contra su pecho con violencia. Se dejó caer en la tierra húmeda hasta que se encontrara mejor. Cuando lo hizo, volvió a ponerse en pie con la ayuda del bastón y sacó de su bolsillo un medallón con una inicial grabada. Lo encerró en su puño y lo acercó a su pecho, cerrando los ojos. Ahogó un sollozo desesperado, anhelando claramente compañía: la que tuvo y nunca volvería. Con la mano libre se quitó la capucha de la túnica negra que la protegía especialmente del frío y dejó que su cabellera rubia cayera sobre sus hombros. Acarició la idea de dejar el medallón sobre la lápida, no por mucho tiempo. Terminó descartándolo y se agachó con lentitud —como si su cuerpo estuviera oxidado— para apoyar los labios en el mármol y depositar un beso. Dejó las rosas allí mismo, ocultando la marca del carmín. Agarró el bastón, parecido a un báculo estaba coronado por una piedra volcánica que había encontrado el doctor Stepney en una de sus expediciones y se dispuso a salir del recinto. En ese preciso instante, oyó cómo la hojarasca de los nichos del fondo crujía retumbante en todo el cementerio. Su corazón bombeó sangre deprisa y su mente solo enviaba una orden que su cuerpo ignoraba: HUYE.
Audrey C. Stepney
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